cap2. LLEGADA AL PAIS DE LAS FLORES

Recuerdo que cuando puse el pie por primera vez en Nord Holland me sentí tremendamente extraña.
 A día de hoy, aún me pregunto que fue lo que me hizo quedarme allí y no coger las maletas de la cinta del aeropuerto y volver a facturar deprisa  de vuelta a casa con mamá. Quizá fue el hecho de ver a tanta mujer rubia, alta, delgada y de grandes pechos, lo que me impulsó a quedarme, no se si por proteger aquello  que considero  mío, cuan loba protege su manada, o por si “se me pegaba algo” de aquellas diosas.

En fin, la realidad, es que allí me quedé y no fui capaz casi de probar bocado de la hamburguesa picante (en Holanda casi todo pica) que íbamos comiendo en el tren de camino a nuestra nueva casa.
 Vivimos durante todo este tiempo  frente a uno de los famosos coffee shop holandeses.  Un sitio céntrico,  de un pequeño pueblo, cerca de Amsterdam.   Aquella tarde, tiramos como pudimos de las maletas (tres enormes maletones llenos de grandes jerséis de lana y tres enormes equipajes de mano) desde la estación de tren hasta  nuevo hogar.

Cuando conseguimos acostar a los niños y después de hacer una rápida visita por el único apartamento que habíamos podido encontrar allí, mi chico y yo, decidimos tomar una copa de vino para celebrar nuestra nueva vida.
No sé que me pesaban más, si los ojos del cansancio, o el miedo que sentía en cada poro de mi piel. En ese momento, identifiqué cual era aquella sensación que notaba desde que había llegado  y justo antes de romper a llorar como una niña de dos años (incluidos los hipos y todo) escuché o creí escuchar a voz en grito a   alguien en la calle, mientras cerraba la puerta del coffee shop que decía: “Venga….., hasta luego…”.
Aquello desmontó todo el drama que hubiera correspondido a esta escena, y lo peor, es que aún tengo la duda de si lo que oí fue efecto del vino o del acongoje generalizado que me recorría.
Y ahí quedó la cosa…hasta el día siguiente.



Huelga decir que los primeros días no fueron fáciles. Gracias a la ayuda de las redes sociales y de” youtube” la añoranza se mitigaba poco a poco.
Si algo me impresionó del día a día holandés, además del constante  cielo borrascoso, fue el graznido de los cuervos. Acostumbrada al sol, la brisa y el canto de los gorriones no era capaz de no estremecerme cada vez que los veía posados en esos gigantescos árboles que recorrían la avenida que transitaba todos los días. Venían a mi mente escenas de novelas de Poe, películas de Hitchcock, y millones de cosas más, mezcladas con el aroma de pan quemado y canela que recorría el país de punta a punta. Si además pensaba en los diques que los holandeses han construido con tanto esfuerzo para ganar la batalla al mar, se me erizaban los pelos  sin poder remediarlo. Recuerdo el día que dije que me marchaba a vivir a Holanda a unas buenas amigas. Suena en mi cabeza la frase de una de ellas advirtiéndome:” si quieres hacer amigos holandeses no hables del cambio climático. Holanda es un país que acabará desapareciendo con los años. Recuerda  que viven por debajo del mar”.
Ese día pensé: “esta Cristi es una exagerada, no será tanto”. Hasta que una noche, después de cenar tranquilamente en casa, a mediados de octubre, presencié una espeluznante  tormenta.
 De pronto, alrededor de las 10 de la noche, se cerró el cielo en sí mismo.
Empezaron a caer truenos que iluminaban el salón a través de la claraboya (vivíamos en un tercer piso, y allí es bastante común hacer claraboyas en los últimos pisos para dejar entrar la poca luz que el cielo holandés permite). La lluvia empezó a caer “como si no costara”, los truenos y los relámpagos se peleaban por ver quien despuntaba primero y yo cada vez me acurrucaba más en el sillón lleno de pelotillas que nos había dejado nuestro casero. Si hubiese cerrado los ojos, estoy segura que habría sentido, que me encontraba en un barco pesquero, en medio de una tormenta, en pleno Mar del Norte.
Pero no lo hice.
Todo lo contrario. Masoquista como a veces me gusta ser, me asomé por la ventana del salón justo a tiempo de ver como volaba alegremente la bandera del coffee shop… así… por las buenas.
Cuando recuerdo a la abuela de Marco, una honorable y tierna señora de 80 años, diciendo que aún se mete debajo de la cama durante las  tormentas, no puedo ni imaginar que habría hecho ella en este caso. Ni con todas las camas por montera hubiera sido capaz de resistir semejante envite!!!!, lo que no se, es como lo resistí yo?!!!!!.
Por cierto, a  favor de los holandeses, he de decir que una de sus mejores cualidades es el coraje. Coraje o el efecto de las hierbas estupendas que se respiran por aquellos lares sin parar, porque si me hubiesen contado, que en medio de aquella  gota fría, alguien es capaz de coger la bici para llegar hasta su casa, no lo habría creído nunca, así que, tenéis mi beneplácito para no hacerlo.


La tormenta pasó, y en Holanda todo siguió como siempre.
La bandera del coffee shop volvió su sitio, la claraboya de mi apartamento  dejó entrever un atisbo de luna,  los chubasqueros de la gente volvieron a desaparecer de repente… …Y es que, existe un fenómeno misterioso en Holanda que aún no he podido descifrar. Incluso con lo cambiante del clima, todo el mundo siempre va vestido de acuerdo a las circunstancias. Algo que yo no he conseguido. Si empieza a llover, lo cual ocurre con bastante frecuencia, todo el mundo tiene un chubasquero a mano. Si empieza a nevar, todo el mundo tiene sus botas de pre esquí puestas. Si empieza a hacer viento, todo el mundo lleva su gorro….Es algo completamente inverosímil, porque sucede de repente y sin previo aviso. Según cambia el tiempo, cambia la vestimenta y todo ello sin pasar por casa previamente, in-cre-i-ble!!!!!!!!!

Volviendo al tema, todo siguió igual en Holanda.

Y yo me sumergí en la valiente hazaña de buscarme un curso de inglés.

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