Si tuviera que definirme de alguna
forma creo que diría que soy una mujer de rompe y rasga. Ni alta ni baja, ni
guapa ni fea, ni lista ni tonta…solo de rompe y rasga. No se muy bien a que se
refiere esto, a mi actitud ante la vida, a la forma de hacer las cosas, a mi
cabezonería quizá…puede que sea esto último pues mi madre siempre ha dicho que
soy muy cabezota; realmente dice: “como algo se te meta en la cabeza, hija mía,
pongámonos a temblar”. Puede que haya tenido suerte, porque hasta ahora solo se me han metido dos o tres
cosas serias. Rompí algún molde cuando en los tiempos que corren me casé con 22 años
y un año después, mientras mis amigos seguían saliendo de copas, yo me
quedé embarazada de forma consciente. Pero por lo demás todo ha sido muy
normal. Os cuento esto porque cuando decidí largarme de España cabe esperar que
mi reacción fuese un tanto…eeehhh…como diría…diferente.
Veréis; me propuse desde el principio
que todo se viviera con alegría y normalidad. Y, que a ser posible, apenas se
hablara del tema de nuestra marcha en las dos semanas precedentes a ella “por los niños”- decía yo- “no quiero que
vivan esto como una tragedia”. Traté de
dejar claras dos premisas:
Nada de llantos, pues esto era una
noticia alegre.
Nada de decir adiós, me despediría de
todos con un hasta luego.
Habrá quien piense que fui un poco autoritaria o simplemente
que esto era un escudo para no afrontar la situación. Si alguien tenía que
sentirse triste o angustiada, ese alguien sería yo, pero mis decisiones eran mías y los
demás no tenían por qué apropiarse de ellas para sufrirlas. Especialmente mi
madre.
Noté que tenía sentimientos contradictorios. Por un
lado, estaba muy contenta porque uno de mis deseos se iba a cumplir. Iba a
viajar e iba a dar un cambio a mi vida.
La verdad es que lo sentía como una
experiencia emocionante. Aprendería a hablar inglés, holandés, o lo que
surgiera. Conocería nuevos amigos, otras culturas, otro cristal en el que
observar colores…Creo que necesitaba
cambiar de aires (nunca imaginé que lo de aires fuese en un sentido tan
literal); pero por otro lado, mi corazón se agarraba fuerte a la comodidad de
mi casa, a mi familia, a las amistades de toda la vida, a la seguridad de la
rutina. Puede que intuyese lo fácil que resulta resolver cualquier cosa en tu
país antes siquiera de salir de él. Ante
esto no tuve más remedio que “dejarme llorar” con la idea de liberarme un poco antes de
irme; eso sí, intentando que nadie me viese.
Hice un gran esfuerzo para mantenerme
firme, hasta el día en el que me tocó decir adiós a mi trabajo, a mis
compañeras y a los niños de mi escuela. Me mandaron salir al patio del colegio en el que
trabajaba para darme unos cuantos regalos y desearme suerte. A partir de ahí,
empecé a llorar, y no porque los regalos fueran feos, todo lo contrario, eran
muy bonitos. Eran tan bonitos que alrededor mío las demás lloraban de alegría
al admirarlos, seguro que mueeeeertas
de envidia, y me deseaban buena suerte
con frases entrecortadas. Una vez que abrí el grifo me fue imposible parar
hasta que mi avión aterrizó en suelo holandés.
Al principio lloraba sola. Empecé
llorando mientras preparaba las maletas, cuando metía más de 20 kilos en ellas,
entonces no era capaz de cerrarlas y las tenía que volver a deshacer y es que
esta situación es tan dramática que provocaría el llanto a cualquiera.
Después empecé a llorar por la calle.
De repente notaba escozor en los ojos, las piernas débiles y temblor de manos. Al minuto siguiente de estos síntomas
una voz me saludaba:
-
“Buueeenas, soy yo, Pena. Vengo a hacerte una visita”.
¿Conocéis a Pena? Seguro que sí. No es ni muy alta ni
muy baja, tiene los ojos negros y una mirada intensa, profunda, en la que fácilmente
te podrías perder. Todo el mundo la conoce (bueno, menos los niños, creo que
ellos solo conocen a su prima Desconsuelo) porque Pena es muy solidaria y se
hace amiga de cualquiera con facilidad, no le importa si eres rico o pobre,
guapo o feo, hombre o mujer. No suele tener prejuicios. Fijaos como será, que me contó que una vez una
amiga suya, de lo mucho que la quería le dedicó una canción y que aún sigue
escuchando cantar esta canción de vez en cuando a las abuelitas de su pueblo. Pues
esos días cuando Pena venía a visitarme, yo me esforzaba por explicarle: “Mira
Pena, ahora no, no es el momento, es que me pillas un poco mal…es que justo
ahora iba a salir….si quieres nos vemos luego…” Pero nada, no me hacía ni caso.
Ella a lo suyo. Pena podía aparecer en cualquier sitio y momento, es decir, en
la puerta del supermercado, en un baño público, pidiendo un café con leche o en
medio de un baño en la piscina… muy violento, que queréis que os
diga. Estas visitas imprevistas de Pena se repitieron durante unos días, y opté
por actuar con indiferencia cada vez que
aparecía. Me daba la vuelta y miraba para otro lado, o me hacía la tonta como
si no la hubiera visto. Y debió captar el mensaje, pues conseguí que me
llamase primero antes de venir.
De ahí pasé a llorar con la almohada,
gran compañera de todo aquel que sea un buen llorón. Estas sesiones eran las
más reconfortantes porque después me invadía un sueño profundo con el que
conseguía desconectar de todo lo relativo al viaje. Aunque a veces tenía
pesadillas con lo que me dejaba aquí olvidado, entonces me despertaba
sobresaltada y en mitad de la noche empezaba a vaciar las maletas para
comprobar que lo imprescindible estaba dentro. Una o dos veces me quedé dormida
en una montaña de jerséis. Pero iba salvando la situación y logrando que no se
enterara nadie.
La siguiente gran llantina se produjo
el día que invité a los amigos de Clara y Josh a pasar la tarde en el cine como
despedida. A la salida, los padres estaban esperando con regalos para nosotros y caras tristes.
Posiblemente no les volveríamos a ver hasta Navidad. Observé a Josh y a Clara como reían
con sus amigos, como se relacionaban, lo fácil que era para ellos seguir los
juegos, ajenos e ignorantes de lo que les esperaba (especialmente Josh), de que
volvería a pasar tiempo hasta que
consiguieran amistades como aquellas, cercanas, confortables, cómplices… los
imaginé el primer de colegio y…no pude
resistirlo más, al segundo oí la vocecita: “ Bueeenaaas, ¿me llamabas?...”
empezaron a arderme los ojos, que digo arder ¡a quemar!, la garganta se me secó
y traté de retener las lágrimas para que no cayeran, pero en el momento en que
una, tan solo una, se escapó del encierro, las demás salieron en tropel, como
presos escapando de la cárcel. Debí parecer
patética, porque en lugar de dejarme llevar y llorar como cualquiera lo haría,
intentaba controlarme y disimular y cuando hablaba, acudían hipos a mi boca que
dejaban salir sonidos raros. Josh y
Clara se acercaban a mi para enseñarme los regalos que les estaban dando y yo
solo me daba la vuelta para que no vieran mis ojos rojos y mi cara compungida, con lo cual, como no
entendían porque no quería verlos, a los pocos minutos me encontré acorralada
por una banda de niños curiosos que tiraban de mi vestido y me preguntaban porque daba vueltas sobre mi misma y me
tapaba la cara con las manos. ” ¿A qué jugamos?”- me dijeron. “Eeeh, no se…al
escondite inglés…”-contesté yo entre hipos. De repente uno de ellos dijo lo que todos
estábamos intentando disimular: ¡está llorando! ¡la madre de Josh está
llorando! Y todos los demás se unieron al coro iniciado por él: ¡está lloraaando,
está lloraaando, está lloraaando, está lloraaando! Se armó un buen alboroto en
plena salida del cine y conseguí que sucediera justo lo contrario de lo que
quería; ser el centro de atención de unas cincuenta personas. Esto hizo que
llorase aún más. Creo recordar que mi amiga Blanca reaccionó y paró la
situación ofreciendo a los niños unas suculentas bolsas de chuches, todos
desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos y empecé a notar como me llegaba de nuevo el
aire a los pulmones y aunque las lágrimas seguían saliendo a borbotones, poco a poco a base de respiraciones lentas y profundas me
fui aquietando. Cuando salieron unas 5 ó 6 lágrimas por segundo en lugar de 25
ó 30, me acerqué al resto de padres. Silencio absoluto entre todos y caras
compungidas. Observé que había unos cuantos ojos rojos y varios clínex en las
manos. “Por aquí ha debido pasar Pena, mira que se lo tengo dicho, que no
moleste. La que ha liado…será cabr… Hay
que acabar con esto ya”. –“¿Bueno, qué?, ¿os
apetece una caña? Yo invito…”. Conseguí, como con las bolsas de chuches,
cambiar el foco de atención y parece que se suavizó bastante la cosa. Recuerdo
incluso que a los diez minutos ya estábamos todos riendo quizá por el efecto
caña. Si en algún momento se producía un silencio común, yo levantaba la voz y pedía otra ronda. Cayeron 3 ó 4 y
todos nos marchamos a casa tan contentos (nunca mejor dicho). Ni que decir
tiene que a Pena no la invité.
Después de esta encerrona, pensé que
sería mejor buscar una estrategia para estas situaciones, tenía que encontrar la manera de tenerlo todo bajo control. ¿¿¿¿Qué
podía hacer para evitar los llantos repentinos, las visitas de mi amiga???? No
se me ocurría nada de nada, hasta que a
los pocos días, en uno de esos estados típicos de abducción a los que te somete
la tele, encontré la solución a mi problema. Estaban pasando un anuncio de una
conocida marca de cosméticos: “pestañas deslumbrantes, máximo volumen, máximo
glamour. Resistentes y duraderas, efecto abanico….”. Salí de mi
estado de sopor inmediatamente, ¡Claro, eso era!, ¡Lo tenía!, ¡tenía la solución!, ¡había estado
ahí todo el tiempo y yo sin darme cuenta!... la solución a mis problemas era…
¡¡¡¡PONERME RIMMEL!!!! Lo que tenía que hacer era pintar mis ojos con máscara,
con una gruesa capa de máscara, de las que no
resisten el agua y así lograría contenerme. ¡Antes muerta…..que parecer una
folclórica!
A
partir de ese momento y hasta que me marché, todos los días iba muy, pero que
muy mona. Mis ojos seguían manteniendo el brillo de la expectativa y la
emoción… ¡y unas pestañas de infarto! Dudo
si llegué a darme máscara para bañarme en la piscina o para dormir, por si
acaso se me soltaba la cuerda. Solo me permití renunciar a ella el día que tomé
el avión porque, siendo realista, supe que no iba a poder controlarme, de hecho
supe que quisiera o no, Pena se empeñaría en viajar conmigo y prefería entrar
en Holanda con buena facha y no hecha un
adefesio.
El día que Marco se marchó ya estaba
preparada. Había estado haciendo ejercicios de conciencia y autocontrol. Había despistado a Pena durante unas horas,
mandándola a pasar un rato a casa de mis suegros. Por eso, cuando me despedí de
Marco en el aeropuerto, a pesar de que la situación fue intensa, no dejé
escapar ni una sola lágrima. Sabía que como una, solo una cayera, estaba perdida. Esta vez las cosas cambiaron y cuando regresé
del aeropuerto ya sola en casa, fui yo
la que llamó a Pena:
-
Hola ¿qué tal?, ¿dónde estás?
-
Aquí sigo, en casa de tus parientes ¡lo estamos pasando de
miedo!
-
Ah….y…. ¿tienes para mucho?
-
Eeehhh…no….creo que no….Aquí ya está todo el pescado
vendido….
-
¿Quieres venir a verme? Te invito a un café.
A los dos minutos tenía allí a mi
amiga. ¡Cómo lo pasamos! Estuvimos juntas horas y horas. Le conté todo: que
estaba muerta de miedo, que no sabía si iba a ser capaz de conseguirlo, que pobres
hijos míos, que no me cabían los jerséis, que mis padres aquí solos, que si no
podré reír con mis hermanos, que mis sobrinos iban a estar ya muy grandes para
Navidad y un largo etcétera. A Pena le encantaba darme ánimos y me decía que no
me preocupara por estas tonterías porque “es muy fácil olvidarte de todo cuando estás lejos”,
que ojos que no ven corazón que no siente, que poner tierra de por medio era lo
mejor… ¡ay, qué maja, cómo se portó conmigo!, ahora ya dudo si también vino a tomar
café su amiga, estaaaaa…como se llamaba… ¡Ah si! Compasión. Creo que también
vino, pero no la vi muy bien porque me pilló poniendo rodajas de pepino en mis
ojos para bajar la hinchazón.
Cuando me despedí de Pena la noté diferente. Algo más…ay…no se...como
diría yo….algo más gorda.
-
“Ya te vale, Sabi, la
pobre Pena tendrá que ponerse a dieta
ahora por tu culpa, te has pasado de pastas”.
Bah! total, ya daba igual, era la
última vez que la invitaría a café y pastas hasta dentro de mucho tiempo. No había porque sentirse culpable…
…una vez que yo me marchara, Pena tendría
tiempo de sobra para ponerse a régimen.
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