Tres meses y medio.
Tres meses y medio habían pasado
desde que abandoné mi residencia española.
Y ahora por fin, volvía a España, mi
querida España, como decía Cecilia en su canción, para pasar las vacaciones de
Navidad.
La alegría recorría cada poro de mi
piel. Había conseguido sobrevivir al primer periodo. Haciendo una pequeña revisión
mental mientras esperaba en la puerta de embarque del aeropuerto de Amsterdam
pensaba en mis logros. Y me sentía feliz.
Feliz y aliviada de poder descansar mi mente durante quince días del idioma por
excelencia. Feliz y entusiasmada por poder volver a abrazar a los míos. Feliz y
extasiada de hablar por los codos sin pensar en giros gramaticales, tiempos
verbales o déficits de vocabulario. Feliz y capaz de casi cualquier cosa a
partir de ahora.
FELÍZ. FELÍZ. FELÍZ.
Recordé mi viaje de ida al país de las
flores, tres meses antes, envuelta en lágrimas. Sin poder evitar que brotasen en cualquier momento y con las gafas de sol preparadas
para tapar mis ojos en cuanto hiciese
falta. Evitando que mis hijos me
viesen llorar para que no vivieran la separación como una tragedia. Evitando lo inevitable, es decir, afrontar la situación que había evitado durante todo el mes de
preparativos.
Durante el vuelo de vuelta a casa por
Navidad también recordé el día que Marco abandonaba España, un día cualquiera
del mes de agosto, en la T4 de Madrid.
Mi hermano y yo fuimos a acompañarle al aeropuerto. Marco
se despidió de su familia en casa. Habíamos acordado hacerlo así. Tres semanas
más tarde, yo lo repetí del mismo modo. Al aeropuerto no fueron a despedirnos
ni nuestros padres, ni nuestros tíos, ni
sobrinos o abuelas. No. Rotundamente no. Había que desdramatizar, había que
quitar leña al asunto y tratar de vivir
la situación de la forma más natural posible. Cómo si no fuese la primera vez
que nos íbamos, cómo si ya lleváramos diez o doce viajes. No éramos los
primeros, ni los últimos que emigraban a otro país. Emigrábamos en unas
condiciones bastante buenas a pesar de
las dificultades que entraña el empezar de cero en cualquier sitio. No me puedo
imaginar como se ha de sentir alguien
que cambia el avión por una patera y las maletas por unas bolsas de tela roída.
Éramos unos afortunados y decidimos que así habíamos de vivirlo.
Cuando Marco facturó sus maletones
debió sentir que cargaba 46 kilos sobre
sí mismo, en lugar de sentir que se desprendía de ellos. Después de colocar el
equipaje sobre las cintas del aeropuerto no había más demora posible. Todo iba
a cambiar. Sólo se quedó con el maletín del portátil en una mano y un periódico
español apretado fuertemente en la otra. De camino a la puerta de control, mi
hermano le daba conversación acerca de temas banales como las características
de las estructuras de metal de la T4. Yo le
escuchaba en silencio, llena de agradecimiento, pues hacía que la
despedida pareciese poco importante al lado de los problemas cotidianos.
Llegados a la puerta de control no
quedó más remedio que asumir la situación. Era hora de despedirse. Marco se debatía entre la
necesidad de embarcar y evolucionar personal y laboralmente y las ganas de quedarse
en tierra dejando pasar sus ilusiones y volviendo a la seguridad de su antigua
vida. Tiempo después me confesó que hubiese cambiado su puesto a cualquiera en
aquel momento. Se sentía “panicar”.
Nos abrazamos tensos y le deseé suerte.
“Te veo en tres semanas, todo va a ir bien, no te preocupes”. Mi hermano le
palmeó la espalda con una sonrisa en los labios, deseándole del mismo modo
suerte y diciéndole al estilo español: ¡bueno macho….pues…..al toro! Nos vemos
en unos días (?)
Y Marco entró.
Le observamos caminar entre las cintas, en silencio y conteniendo las emociones. Parecía que llevase
una mochila de 80 kilos a la espalda. Su gesto denotaba cansancio, no había
sido capaz de “pegar ojo” en toda la noche como delataban sus ojeras y su mandíbula
permanecía contraída por la angustia y la expectación del “que pasará” desde
que conociera la noticia un mes antes.
Cuando pienso en el esfuerzo que hizo,
vuelve a aparecer el nudo en mi garganta y de nuevo se emborronan las teclas
del ordenador.
Yo sabía lo preocupado que estaba por
muchas cosas: tenía que encontrar casa antes de que llegáramos nosotros, ayudar
en la adaptación de los niños, solucionar
un millón y medio de trámites, hablar en
inglés casi 24 horas al día, vivir en un hotel completamente solo, en un país
extraño, sin familia ni amigos cercanos, durante casi un mes entero….y por
supuesto demostrar que estaba perfectamente
capacitado para el puesto que había sido seleccionado. Evidentemente esto era
lo que le quitaba el sueño y el hambre. Él era el único responsable de que el
movimiento de ajedrez realizado por toda la familia fuese fructífero, era el
alfil que gana a la reina. Y la jugada había comenzado.
Pero yo también era consciente de que
le preocupaba y mucho como me afectaría a mí este cambio de estatus. Estaba renunciando
a mi trabajo, a mi familia y amigos….y él sabía que mis recursos idiomáticos
eran limitados. Sentía angustia al pensar que por muchas ganas que tuviera de
emprender esa aventura quizá podría venirme abajo y no ser capaz de superarlo.
Y entonces él se sentiría perdido, solo, frustrado y con la culpa de haber
destrozado una familia. Creo que estaba aterrado. Así que no tuvo más remedio
que confiar en mí…..al igual que yo en él. No había otra alternativa. O íbamos
al 50 por ciento cada uno o caíamos con todo el equipo…y en este caso el equipo
los formaban dos criaturas de 8 y 5 años.
Estos fueron los pensamientos que inundaron
mi viaje de vuelta a casa por Navidad, sonrisas en lugar de lágrimas y satisfacciones en lugar de miedos. De vez en
cuando, echaba un vistazo a mis hijos y admiraba su fortaleza. Estaban sanos,
felices y…. muy delgados, aunque de esto último ya se encargarían sus abuelas. Había superado el primer periodo. Habíamos
superado el primer periodo. Juntos. Los cuatro. Y la verdad, no lo habíamos
hecho nada mal.
Y seguía disfrutando de una magnifica
persona a mi lado. Alguien que soportaba estoicamente y día tras día a un alma
como el mío. Un alma rebelde, alocado, inconformista y despistado. Un alma que
pecaba de lamentos victimescos en algunas ocasiones porque no había entendido
lo que le decía una señora en el ascensor. Pero un alma lleno de gratitud hacia
él por haberme brindado la posibilidad de cumplir un sueño, por haberme
permitido acompañarle en este viaje.
No se si mañana estaremos juntos o
no. No se cual es la fecha de caducidad de las cosas, más allá de los yogures y
creo que tampoco me importa. Mis nuevas experiencias me enseñan cada día a
vivir los momentos como algo único, sin ocuparme demasiado del futuro no más de
la semana que viene, aquel carpe diem tantas veces repetido pero tan pocas practicado hasta hace pocos meses. De
este modo sé que mi futuro con él es día a día, entre discusión y discusión o entre
roces y caricias.
Así que por esto y otras muchas cosas
me sentía en la obligación de rendir un tributo a Marco, porque mañana no sé que pasará…
O por el carpe diem…o por si acaso, lo dejo dicho.
Y después de la ñoñería y el pastel aún
de confesaros una cosa más…Marco tiene defectos… ¿o qué os creíais?